Dejaron la ciudad y agarraron la ruta. No fue una escapada, fue un pacto con la calma. Cambiaron avenidas por cerros, cafés apurados por mates al sol, apuros por un pulso más lento. “Necesitábamos aire”, dice Lucía, y Martín asiente con una sonrisa que dice mucho más.
Aprendieron a mirar el cielo como quien consulta un calendario, a medir los días por la luz y no por la agenda del subte. Ya no corre el reloj, corre el viento que baja de la quebrada. Y con él, la certeza de que la vida puede ser distinta.
Quiénes son y por qué se fueron
Lucía es diseñadora y Martín, cocinero y fotógrafo, dos oficios que viajan con una mochila. La pandemia les dejó una pregunta incómoda: “¿Esto es todo?”. La respuesta llegó en forma de altiplano y caminos de ripio, de hogares que huelen a leña y quinua tostada.
“Nos dimos un año de prueba”, cuenta ella. “Si funcionaba, nos quedábamos; si no, volvíamos con menos miedos”. No volvieron, porque el norte les ofreció una rutina que no pesa y una comunidad que no negocia su calidez.
La nueva rutina en altura
El día empieza antes de que el sol derrita el frío. Preparan café con agua de vertiente y pan de centeno que Martín amasó la noche anterior. Sale la radio con zambas antiguas y suena el primer “buen día” en la esquina.
A media mañana, Lucía abre su estudio en una habitación con ventana a los cardones, responde correos con internet que a veces se va y a veces vuelve. “Aprendí a no pelearme con la señal”, ríe. Cuando el cerro se tiñe de naranja, cierran la computadora y prenden la olla, porque el tiempo del guiso manda a la mesa.
Trabajo y economía
No romantizan el cambio. “Acá nada es gratis”, dice Martín. “El alquiler es más bajo, pero la logística encarece todo”. Resolvieron con creatividad: él cocina menús por encargo y hace fotos para cabañas; ella da talleres de brand local y vende piezas textiles en ferias de fin de semana.
“Más que ganar, buscamos sostener”, explica Lucía. “El éxito ya no es crecer, es tener tiempo para vivir”. Esa ecuación implica cortes de wifi, temporadas con mucho turismo y otras de espera paciente, donde el ahorro es una herramienta.
Vínculos y comunidad
La puerta quedó siempre entreabierta, una costumbre que aprendieron en dos tardes. La vecina golpea para dejarles choclos y se lleva una porción de locro como trueque. “Acá las cosas circulan”, dice Martín. “Los favores, los saberes, la comida”. En agosto bajan a honrar a la Pachamama, y los invitan a apadrinar una apacheta con vino y hojas de coca.
No todo es idílico: “Se nota cuando uno llega de afuera”, confiesa Lucía. “La confianza se construye con tiempo, y el tiempo se respeta”. Aprendieron a escuchar más y a pedir menos, a decir “gracias” con manos y no solo con palabras.
Aprendizajes y desafíos
El viento enseña humildad. Cuando se corta la luz, se apagan las urgencias y se enciende una vela. Cuando el turismo explota, los precios suben y las veredas se llenan de selfies. El reto es no perder el centro: “Elegimos estar, no huir”.
“Nos volvimos fanáticos de lo simple”, dice Martín. “Una silla al sol, una sopa que hierve, una charla en la vereda”. Y cuando extrañan la ciudad, llaman a amigos, ponen rock nacional viejo y cocinan milanesas con puré de recuerdos.
Comparativa entre ciudades
| Aspecto | Ciudad grande | Tilcara |
|---|---|---|
| Ritmo | Siempre apresurado | Deliberadamente lento |
| Costos | Más previsibles pero altos | Menos alquiler, más logística |
| Trabajo | Empleo formal y oficinas | Proyectos mixtos, autogestión |
| Comunidad | Vínculos más difusos | Red cercana y colaborativa |
| Naturaleza | Presencia limitada | Cerros y cielo a mano |
| Ruido | Tráfico y sirenas | Viento, perros, peñas nocturnas |
| Transporte | Subte y colectivos | Caminata, bici, remises puntuales |
| Internet | Estable y rápido | Variable, exige paciencia |
“Al principio hicimos listas de pros y contras”, recuerda Lucía. “Después entendimos que la balanza se mueve según el día”.
Pequeñas reglas para sostener el cambio
- Cuidar el tiempo como un bien escaso, reservar horas sin pantalla y sin apuro. Mantener un fondo para imprevistos y temporadas bajas. Decir que sí a las invitaciones del pueblo. Despedirse del perfeccionismo y elegir lo posible.
“Nos preguntan si nos arrepentimos”, dice Martín, mirando el horizonte que se abre. “No, porque aprendimos a quedarnos”. Lucía asiente: “La vida acá no es mejor ni peor, es más nuestra”. Y en esa certeza, el norte se vuelve casa.